Hernán
no recordaba desde cuando estaba viendo esa luz borrosa. Tampoco recordaba que
había estado viendo antes.
Se
frotó los ojos con las yemas del pulgar e índice izquierdos. Parpadeó un par de
veces y volvió a mirar a esa luz. Estaba temblorosa, no borrosa. No podía
enfocar nada sin que todo alrededor le diera vueltas. Miró a los lados
intentando ubicarse espacialmente. Se movió bruscamente y se golpeó los codos
con una estructura dura, firme como una pared pero que sonó hueca al contacto.
Hernán
inspiró y soltó el aire con lentitud intentando regatear lucidez consigo mismo.
No estaba nervioso, sino cansado. Se tocó el pecho y la flacidez de su abdomen;
no le dolía ninguno. Sintió al tacto que tenía su campera de cuero puesta,
irguió su cabeza y cerró los ojos en un gesto de dolor eléctrico. El cuello le
irradiaba punzadas en toda la cabeza. Quiso mover un poco las piernas y la
cadera le dolió de la misma forma. Le palpitaba irritado el labio inferior.
Movió los músculos de la cara para sacarse el entumecimiento, su mandíbula
crujió de ambos lados haciéndole vibrar el rostro. Volvió a mirar hacía la luz,
seguía sin poder fijar la vista.
Se
quedó quieto un rato más. ¿Habría pasado allí la noche? No tenía una respuesta.
En el techo se distrajo con unas manchas de humedad que parecían moverse.
Formaban figuras o caras y el las nombraba. Luego parpadeaba una o dos veces y
el juego volvía a empezar. «Árbol» pensó, y parpadeó rápido dos veces.
«Raqueta… Raqueta de tenis». Siguió con su juego hasta que el cambió de figuras
y el continuo balanceo de su mente lo hicieron sentir náuseas. Era momento de
levantarse.
Con
su cuerpo todavía adormecido, Hernán se esforzó para dejar su torso en ángulo
recto con sus piernas. Sintió ganas de vomitar, pero siguió con su plan. Se
giró y apoyó las palmas y las rodillas en el piso. Percibió en la piel de sus
manos la textura de ese suelo. Era liso, suave y resbalaba un poco. Parpadeando
con rapidez pudo ver que era celeste, un celeste gastado y triste. Retomando,
Hernán se levantó con fuerza de un solo movimiento. No se cayó porque revoleó
los brazos y uno se encontró con una pared que lo sostuvo. El mareo fue
demasiado y vomitó guturalmente entre sus pies. Tosió y escupió para volver a
vomitar. Después de la segunda vez se alivió, como si recuperara el aire
después de aguantar mucho la respiración. Una sensación de placer le acarició
el estómago. Hernán se apoyo con su mano temblorosa en una manija metálica que
sobresalía de la pared. La manija se deslizó hacia abajo y el repentino
desequilibrio hizo que se quedara en cuclillas con la espalda contra la pared
contigua para no caerse. Lo asustó un chistido que predijo un chorro de agua
empapándole la cara. Hernán escapo del agua con giros del cuello a pesar del
dolor y tosió para expulsar lo que le había entrado en la garganta. El agua no
dejó de caer, y supo por qué cuando se rindió ante aquella lluvia privada.
Estaba en un baño. Lo que seguía sin saber era en qué baño.
Hernán
apagó la ducha y se sentó en el inodoro chorreando agua. La humedad también
estaba cubriendo las paredes que no había visto. El piso era blanco con pecas
negras debajo de una capa de barro seco que se volvía negro cuando lo tocaba el
río que emanaba de él. En la esquina vacía donde se esperaría un bidet había un
tacho de plástico rojo mediano, lleno hasta el tope de papeles sucios y algunas
latas.
La
campera que dejó caer al suelo le alivió de un gran peso físico, y el agua lo
había despabilado. El mareo se había transformado en jaqueca y la contractura
del cuello y cadera se habían desparramado como dolor muscular por todos sus
miembros. Al espejo se vio todo amarillo, excepto por las gruesas ojeras grises
que le pintaban debajo de los ojos hasta parte de los pómulos. Sus labios
oscilaban entre un bordó y un morado dependiendo de la luz, y el pelo castaño
le llovía pegado sobre la cabeza. Estaba helado en ese baño, y el agua que
rechinaba hasta en sus zapatillas parecía hielo. Con la cara demacrada y su
cabello achatado en el cráneo, distinguió entre sus diferencias las facciones
de su padre. Y se acordó de la última vez que lo había visto.
—¿Pongo
para un mate, Jorge?— le había saludado Hernán a Don Jorge Ancuso.
—Dale…
usá el de plástico— fue la respuesta de su padre.
—¿Está
usando el negro?
Hernán
giró la cabeza varias veces buscando sobre la mesada de mármol amarillo.
—Sí,
ese.
—¿Por
qué no está usando el de siempre?— se extrañó.
—¿Cuál?
Son todo lo mismo—respondió Don Jorge y gruño mientras se sentaba.
—El
de siempre, el de calabaza, que tiene el cuerito blanqueado— siguió indagando
su hijo.
—Ah,
no sé, debe estar por ahí.
—Bueno,
lo busco, así hacemos en…—dijo Hernán, pero se giró cuando lo interrumpió un
grito de su padre.
—¡No,
no! ¡Usá ese nomás! El de plástico agarra nomás, es todo lo mismo—ordenó desde
el otro ambiente.
Hernán
no insistió de nuevo. Necesitaba que su padre no estuviese de mal humor, si es
que eso existía, y no estaba acostumbrado a que sus hijos lo contradigan, así
que se limitó a calentar el agua en la pava plateada y puso la yerba en el mate
de plástico negro.
Hernán
Ancuso y su padre, Don Jorge Ancuso, compartieron unos mates sentados en la
mesa del comedor. La mesa tenía adornos que Hernán no recordaba; en vez de dos
floreros plateados a cada lado de un centro de mesa con forma de bailarina,
ahora solo había una frutera de mimbre oscuro con dos manzanas rojas y un
racimo de bananas. El vidrio que se interponía entre los adornos y la mesa de
algarrobo era el mismo desde hacía años. No había más cosas encima que el mate,
la pava con su posapava y un cenicero de cristal grande como un plato que
siempre estuvo guardado junto a la vasija fina.
Don
Jorge no sacó tema de conversación, solo respondía a las preguntas de su hijo
menor. Hernán le habló de los precios de los autos, de si convenía cambiar los
suyos por cómo estaba la economía. Habló de fútbol, de cómo le iba a Racing en
el torneo, de como había jugado la selección en la copa américa, hasta sacó el
tema de qué tanto había decaído el arbitraje a nivel nacional con respecto a
otros años. A todos estos temas, Don Jorge respondió con monosílabos o con
gestos de la cabeza a los triviales discursos ensayados por su hijo. Hasta que
Hernán sacó el tema que siempre sacaba, y Don Jorge se acomodó en su asiento
mientras se prendía un cigarrillo y lo escuchaba repetir su estrategia.
— ¿Y
usted cómo anda?—dijo cebando un mate.
—Acá
ando—respondió Don Jorge después de fruncir los labios—. Aproveché las macetas
de tu mamá para plantar unos tomatitos.
—Pero
usted, ¿Cómo está?
—Bien,
te estoy diciendo—respondió seco.
—Me
está diciendo que las plantas de mamá están bien, yo quiero saber de usted.
—No,
te estoy diciendo que estos tomatitos los planté yo—dijo impaciente.
Se
condensó un silencio en el aire que Hernán tuvo que romper.
—Noté
que renovó la decoración. ¡Quedó muy bien!—comentó.
—Supongo.
Fue quedando así.
—¿Va
a plantar otras verduras?
—Puede
ser… Si no me muero antes.
—No
sea tonto, no diga esas cosas—dijo Hernán con un exagerado gesto de desagrado.
—No
me voy a matar, si eso te preocupa. No te vuelvas loco que tengo salud para
rato.
—Si
hiciera algunas actividades no estaría pensando en cuanto le queda. Hay gente
que…
—Aaah,
no me digas pelotudeces, querido. ¿De qué carajo me hablás?
Hernán
quiso señalar a su padre con naturalidad pero se interrumpió cuando notó que le
temblaba la mano.
—¡El
médico le dio una lista! Le anotó de todo para hacer. ¿Hizo alguna?
Don
Jorge se sintió incómodo por el tono artificial con el que le hablaba su hijo.
—El
médico me da una lista cada vez que me agarra cagadera; vos no habías nacido la
primera vez que me rompió los huevos con algo para hacer.
—Dale.
No le cuesta nada hacer algo de deporte. Podemos salir a caminar, jugar a la
pelota—enlistó Hernán mientras se rascaba distraído por debajo del ojo y un
poco de base le quedaba en la uña—. Por ahí podríamos…
Don
Jorge interrumpió a su hijo por tercera vez aquel día.
—Cortala,
pelotudo. Me hartás, estás en pedo. ¿Salir a caminar a dónde? Es la primera vez
que te veo en el año. Y venís a hacer la misma parafernalia que hiciste la
última vez.
—Yo
vengo a verlo.
—Venís
a manguearme guita. Te quemaste todo lo que te di de nuevo, y querés más plata.
¿Qué pasó con tu laburo?
—Estoy
en tratativas para cobrar la indemnización. Ya tiene que salir.
—Tratativas…
—Don Jorge bufó con burla—. Dios mío…—clavó sus firmes ojos oscuros en los
inestables ojos oscuros de Hernán, y este pudo sentir en los huesos la
decepción que llenaba su mirada—. ¿Qué
te pasó, Hernán?
«¿Qué
te pasó, Hernán?» hizo eco en su mente, viendo que los ojos de su padre volvían
a ser los suyos en el espejo de aquel baño húmedo.
—La
vida, Pa—dijo Hernán, con un hilo de voz, deseando que su padre pudiese oírlo.
«La
muerte, Ma», pensó, sabiendo que su madre nunca podría escucharlo.
El
charco en el suelo tembló bajo sus pies. La vista se le puso estable, y el
encierro con su cuerpo nervioso como foco llenaba el ambiente de humedad,
aumentando un poco la temperatura. Azulejos celestes cubrían las paredes hasta
la mitad, el resto probablemente haya sido blanco en un pasado, ahora eran
grises unidas a una espesa humedad mohosa. La puerta cerrada era de pino, con
cascaras arrancadas hacía ya tiempo; la superficie le raspó las yemas de los dedos
con astillas cuando la tocó.
El
inodoro le pareció curioso. Seguía blanco, sin la acumulación de mugre de la
que sufría el resto del ambiente y su base no era angosta como en los inodoros
normales. La forma peculiar que tenía le hizo acordar de inmediato al mate de
su madre. Un mate de calabaza curada grande y cubierto por una película de
cuero blanco. Había estado en su casa desde que era un niño, o quizá antes, y
era el único que usaban hasta que su madre murió, y Don Jorge lo guardó vaya
uno a saber dónde. Lo ocultaba, como le gustaba ocultar siempre las
debilidades. Y para él, los sentimientos eran una debilidad. Hernán no lo había
visto llorar nunca, ni cuando su madre se enfermó, ni a las pocas semanas
cuando murió, ni en el velorio, ni en el funeral, ni cuando lo visitó una
quincena después. Nunca.
Hernán
Ancuso no pudo afrontar el duelo por la muerte de su madre. Siempre le dijeron
que hablaba hasta por los codos. Desde que su madre había fallecido, había días
en que su novia angustiada reclamaba que le hablase. En el trabajo se vieron
obligados a echarlo del estudio porque no volvió a ir en los meses que
siguieron, arruinando seis años con rigurosa asistencia. No volvió a trabajar
desde entonces, y su relación se vio arruinada por su depresión, a la que se
aferró como si fuese el recuerdo de su madre. Su novia terminó yéndose de la
casa, y Hernán no se esforzó por evitar nada de esto. Todo le resbaló. Cuando
ella volvió a verlo porque lo extrañaba, él la despachó en la puerta del
departamento que habían compartido por tres años, «Me distraés.» le dijo.
La
única relación que le interesaba a Hernán era con la kebra. La kebra es un
polvo derivado de la kebratodaina, un fármaco creado para tratar la depresión;
pero laboratorios clandestinos la mezclaban con anfetaminas para venderla en
reemplazo del éxtasis. Estaba de moda y se podía tomar de distintas formas,
Hernán colocaba una porción debajo de la lengua. Cuando eso no alcanzó más,
colocó dos. Actualmente, su dosis diaria eran tres porciones de kebra debajo de
la lengua y tomar agua con dopamina disuelta, «Agua sucia». Su metabolismo se
vio alterado de forma crónica, e incluso los momentos del día en que no estaba
drogado lo atacaban los calores. Pero ni la kebra, ni los calores que esta le
provocaban, conseguían entibiarle el corazón.
«Baño
limpio, corazón contento» decía siempre su madre cuando terminaba de dejar
impoluto el baño principal. La limpieza realmente le daba placer. Este baño le
hubiese dado terror. O tal vez se lo hubiese tomado como un desafío, ella
siempre ponía todo de sí para un desafío. Hernán deseo que su madre fuese a
buscarlo a aquel baño horrible, le secara la cara y le dijera que todo iba a
estar bien, como cuando era niño. Por un momento un camino de calidez le
recorrió la piel, y se secó las lágrimas que se mezclaban con el agua que le
caía desde el pelo.
Lloró
ahogado por un rato en el medio del charco. Buscó en sus bolsillos con la
esperanza de toparse con cigarrillos, y tuvo suerte. Pero no tanta, el paquete
que encontró contenía veinte cigarrillos aguados y un encendedor que no pudo
prender ninguno, por más triste o enojado que le diese a la rueda.
Se
dejó caer en el inodoro. Lanzó con fuerza los cigarrillos que rebotaron hechos
un bollo contra la pared mugrienta y yacieron en la bañera. Hernán tenía los
codos sobre los muslos, la boca abierta y un dolor de cabeza agudo que no
aflojaba. Ahora Hernán deseó tener más kebra para poder reponerse de esa resaca
espesa y poder sentirse pleno un rato. Se revisó los bolsillos, no tenía ni una
porción. Sintió la lengua en la boca como si fuese un zapato, y ya no sabía que
líquido era el que recorría su cara; si era agua, lágrimas o sudor.
Probablemente fuese un poco de las tres. La mandíbula le temblaba, pero no de
frío.
Hernán
se atrapó en una secuencia en bucle. Se revisaba los bolsillos delanteros del
pantalón. Vacíos. Revisaba los bolsillos traseros. Vacíos. Revisaba adentro de
su ropa interior. Vacía. Jadeaba nervioso. Revisaba sus zapatillas vacías;
revisaba los bolsillos externos de su campera empapada en el suelo… Vacíos.
Tragaba saliva, pateaba la campera frustrado y revisaba la bañera: cigarrillos
aguados. Buscaba alacenas que no estaban ahí. Se arrodillaba en el charco
ennegrecido del suelo y apretaba la cara, furioso. Se levantaba temblando de la
ansiedad y apretaba los puños. Luego volvía a empezar.
Rompió
el ciclo nervioso cuando se arrodilló en el suelo por enésima vez y le pareció
ver una bolsa negra cerca al tacho de basura. Se abalanzó con torpeza
depredadora y la apretó con la mano. Sintió una viscosidad burlona colarse
entre sus dedos. Hernán tiró a un lado ese pegote de basura espesa y se limpió
la mano contra el pantalón. No se asqueó, sino que se rió. Se percibió muy
ridículo y patético. Se sentó en el charco mugriento, ya tibio y rió con más
fuerza, hacia el techo.
Hernán
logró un momento de lucidez que a su vez le hizo sentir vergüenza ajena de sí
mismo. «¿Qué te pasó, Hernán?» volvió a evocarse en su mente, tranquilo de que
su madre no podría verlo así; y de que su padre no estaba presente para saber
que tenía razón. Que esa bola de mugre no era kebra lo agradeció. Era su
oportunidad para dejar esa porquería y volver a estar sobrio. Ya había pasado
bastante tiempo autocompadeciéndose, y lo único a lo que había llegado era a
estar tirado, drogado, mojado y quebrado arriba de un charco formado por la
roña de todas las personas que pasaron por ese baño de drogadictos.
La
puerta chirrió paciente quedando entreabierta lo justo para que una lámina de
luz sepia desentonara con lo lúgubre del ambiente
Hernán
se levantó con cuidado de no resbalarse y se sostuvo en el lavamanos lo más
firme que podía.
Seguro
de no volver a caer liberó una mano para limpiar lo empañado del espejo y se
miró. El color había vuelto a sus labios, y una palidez corriente reemplazaba
lo amarillo de su rostro. Se vio a los ojos por encima de las ojeras.
—Suficiente—
declaró.
Hernán
Ancuso tomó aire, se escurrió la ropa lo mejor que pudo y se lavó la cara con
los brazos hechos un nudo tieso. Se agachó a agarrar su empapada campera de
cuero, la manoteó levantándola en el aire. Tenía que salir. La había tomado de
un bolsillo interno que no había recordado que tenía. Sostuvo su contenido y la
campera se deslizó al suelo. Los ojos de Hernán se abrieron hasta el límite de
sus cuencos. Tenía que salir. Con la mano temblando dejó la bolsa llena de
kebra en la mesada que rodeaba el lavamanos. ¿Tenía que salir? Su lengua
pastosa le incomodó en la boca y se le estrujó el estómago. Tomó la bolsa con
ambas manos y soltó varias porciones en la palma de su mano derecha. Se les
quedó viendo. Apoyó la mano libre sobre la puerta entreabierta del baño para
cerrarla con firmeza, sin quitar la vista de la kebra. La luz sepia que se
había colado desapareció.
«¿Y
ahora?»
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